viernes, 19 de abril de 2013

Erase un Viernes... II: El Rey y sus Dos Hijas

Erase un viernes...




Erase un viernes… es una sección original de El Alambique que Destilaba Palabras en que cada viernes os relataré un cuento de esos que leo y yo misma cuento desde la infancia. No presto la sección porque cualquiera puede contar cuentos y el título me lo guardo para mí, pero si os inspiro una entrada me encantaría que me pasarais link.








En la segunda entrada de esta sección querría dejar caer un cuento de Bangladesh que adoro. Como he leído muchos cuentos, no los recuerdo todos; pero este relato tiene diferentes versiones y la india, concretamente, es de las que me sé de memoria -difusamente- y repito siempre. Sin embargo, no es esa la que os escribiré, sino la de mi libro Cuentos de Todos los Colores por J. M. Hernández Ripoll y Aro Sáinz de la Maza en que diferentes inmigrantes en España relatan un cuento de su país -y es un tocho-. Me parece un cuento muy especial, y nos lo cuenta la nativa Jahan Ara Begum.



El Rey y sus Dos Hijas

Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, un lejano país gobernado por el poderoso y bueno rey Omar. Su Majestad Omar tenía dos hijas, a las que adoraba y llegaba a considerar los más valiosos tesoros de su reino, Momotaj y Nurjahan. Ambas eran bellísimas princesas, pero Momotaj era además de una gran cultura y Nurjahan era de corazón afable y naturaleza sincera.


Un día el rey Omar quiso saber si sus hijas le correspondían en su gran amor, y las mandó llamar a la gran sala de palacio. Al ver sus rostros preocupados, pues las recibía en el mismo recinto en que se tomaban las importantes decisiones estatales, el rey Omar se hinchió de cariño y las alivió:

-No temáis, hijas mías. Solo os mandé llamar para haceros una pregunta.
-Querido padre, pregúntanos- dijo Momotaj, la mayor-, Intentaré responder haciendo uso de todos los conocimientos que me inculcaste.
-Padre querido, dinos- sonrió Nurjahan, la menor-. Trataré de contestar sinceramente, como me has educado.
El rey Omar pensó un momento y entonces lanzó la pregunta:
-Dime, Momotaj, ¿cuánto me quieres?
La princesa reflexionó unos minutos, con el ceño fruncido, y entonces -como era muy lista-; recordó que a su padre le chiflaban los dulces y los comía siempre que podía, y respondió:
-Te quiero como a los dulces, padre.
El rey sintió que su amor crecía ante la respuesta de su hija, tan acertada, y sonriéndole preguntó esta vez a Nurjahan:
-Dime, Nurjahan, ¿cuánto me quieres?
Y nada más plantearle su padre la pregunta, Nurjahan dijo lo que le salió del corazón:
-Te quiero como a la sal, padre.
El rey, herido en su amor propio y sorprendido por la respuesta, le increpó:
-¿Cómo dices, Nurjahan?
Y Nurjahan pensó en retractarse, pero decidió ser fiel a lo que pensaba: que la sal era un condimento imprescindible, como su padre para ella, y así lo mantuvo.
-Que te quiero como a la sal, padre.
-¿¡Cómo a la sal!? ¿¡Cómo a esa sustancia insípida que ni a mí, ni a nadie en mi reino, nos gusta!? ¿¡Tal es tu desprecio por tu amado padre!?
Y llevado por la ira y el despecho, rápidamente mandó llamar a sus guardias y les ordenó que abandonaran a su hija en alguna remota región en el bosque más cercano, para que se arreglara allí la vida por siempre. Nurjahan, asustada, no pudo hacer más que dejarse prender.
Nurjahan fue abandonada en un remoto claro en el bosque. Destrozada por la pena, lloraba y lloraba sin cesar, cuando se dio cuenta de que comenzaba a anochecer y no podía hacer otra cosa que sobrevivir. Así que se recompuso como bien pudo y poco a poco, durante los siguientes días, fue encontrando bayas, moras, fresas... y otras frutas silvestres con las que alimentarse; también acondicionó como refugio una cálida cueva, donde con unos helechos se fabricó la cama.
Ya un tiempo después, el príncipe del país vecino cabalgaba con su corte por el bosque cuando pasaron por el claro y vieron un elegante vestido y sus joyas colgando en la boca de la cueva. El príncipe, intrigado, descabalgó y se adentró en la cueva desoyendo los consejos de sus sirvientes; quería saber a quien pertenecían.
Y en cuanto vio a la bellísima princesa Nurjahan tendida durmiendo en la cueva, se quedó prendado de ella. Era la joven más hermosa que había visto nunca; la fijeza de su mirada despertó a la princesa, que un poco asustada al principio, se presentó.
Estuvieron hablando un buen rato y tanto el príncipe como la princesa, que nunca se habían enamorado, notaron un sentimiento que crecía dentro de ellos. Ella le contó su historia porque sentía que podía confiar plenamente en él, pero omitió el hecho de que su padre era el rey y por ende pertenecía a la realeza.
Al día siguiente, el príncipe le confesó que ya la amaba con todo su corazón y le pidió que la acompañara a su reino, donde volvía. La princesa no pudo negarse: le correspondía.
Una vez en el reino del príncipe, que se llamaba Mahamud, los reyes accedieron enseguida a permitir el matrimonio de ambos jóvenes al ver que se amaban tanto. Pasaron los años y Nurjahan y Mahamud, los príncipes, vivieron felizmente y se amaron mucho en aquel país.
Pero un día, resultó que el viejo rey Omar se fue a cazar y se perdió. Paso a paso llegó al bosque y se fue alejando involuntariamente de su reino hasta que, cuando ya estaba muy cansado, avistó el palacio donde vivían Nurjahan y Mahamud y decidió apelar a la hospitalidad del sultán de aquellas tierras.
El rey Shajan, que así se llamaba, enseguida ordenó que se le prepara habitación para unos días y se le ocurrió que siendo tan buena cocinera su nuera Nurjahan; podría pedirle que cocinara para su huésped. Así, llamó a su presencia a la reina y a Nurjahan para que conocieran al invitado; Nurjahan, que sentía cierta intranquilidad, se escondió tras una cortina y al ver quien era aquel rey se limitó a obedecer al rey Shajan y acudir a preparar la cena.
Sabiendo cuánto adoraba su padre el dulce, la princesa Nurjahan preparó una cena en que todo estaba deliciosamente cubierto de azúcar. Tanto el rey Omar como sus anfitriones comieron hasta no poder más porque estaba todo riquísimo, y al día siguiente, Nurjahan cocinó de nuevo.
Y así fue durante tres días. En todas las comidas, Nurjahan confeccionaba los más elaborados dulces y siempre con grandes capas de azúcar. Era delicioso, sí, pero el rey Omar acabó harto de tanto dulce. De hecho, cuando le sacaban la comida sentía náuseas y como no podía decirle aquello a su hospitalario anfitrión, le comunicó al rey Shajan que habría de volver ya. Pero para su desolación, este le contestó:
-¿Acaso me deseáis el mal después de haberos ofrecido cama y comida? Debéis quedaros en mi palacio exactamente siete días y siete noches, o una antigua maldición que durará diez años caerá sobre mí y sobre mis súbditos. ¡Oh, rey Omar, no me ofendáis así!
Y por supuesto el rey Omar hubo de quedarse. Los días siguientes no tocó la comida, fingiendo que ya estaba lleno, y no podía esperar para volver a su reino. Pero en la última noche que pasaría en palacio, la bella Nurjahan cambió el menú. En vez de dulces, preparó un variadísimo banquete en que alternaba diferentes condimentos y platos y así puso la mesa para los importantes comensales.
El rey Shajan y toda su corte no recuerdan comida mejor, pero el rey Omar, que llevaba días sin probar bocado no pudo dejar de saborear cada uno de los platos. Estaba tan agradecido y deleitado que al acabar de festejar, pidió a su anfitrión que le permitiera felicitar personalmente a su nuera, la cocinera.
Nurjahan decidió, esta vez sí, reunirse con su padre; pero en un principio él no la reconoció, y le dijo lo siguiente:
-Si eres tú quien ha cocinado para mí, tengo que darte las gracias. Estaba todo delicioso.
-Gracias, rey Omar.
-Eres una cocinera excelente -y el rey Omar recordó el sin duda mejor de los festines, aquel tan variado que acababa de disfrutar-. Mi apetito no ha podido resistirse a tu talento para combinar los sabores-.
-Padre -inspiró Nurjahan-, todavía os sigo queriendo como a la sal.
La sorpresa atravesó el rostro del rey Omar:
-¿Cómo dices?
La princesa, que ya había perdonado a su padre tras haber entendido él sin darse cuenta la importancia de la sal y por ello había cedido confesando quién era, remató:
-Soy Nurjahan, padre, vuestra hija menor. Y os quiero, como a la sal.
Los ojos del rey Omar, que se había arrepentido mil veces de su irracional decisión y la había echado muchísimo de menos durante aquellos años, se llenaron de lágrimas. Se lanzó sobre su hija menor y se abrazaron con fuerza, y entonces él le dijo:
-Me has enseñado algo muy importante, Nurjahan. La felicidad se encuentra en la capacidad de combinar las pequeñas cosas, en equilibrio, y no en una sola.


Besos,
Sawako :3

2 comentarios:

  1. ¡Que sección tan original!
    Me ha gustado mucho este cuento, me gustan en general todos, pero este en concreto es simple y precioso. De verdad, me ha encantado.
    Un besito ^^

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  2. Me parece que no es legal reproducir un texto que forma parte de un libro impreso, así como la ilustración que lo acompaña. ¿Debería ponerme en contacto con mi editor?

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