Erase un viernes…
En que os cuento que a mí me gusta muchísimo leer. De hecho,
es probablemente una de las cosas que más me gustan en el mundo –y rivaliza con
los abrazos y con París, que no es poco-. Pero hay algo muy relacionado que me
gusta aún más, que es probablemente, lo que me hace sentir más útil y más me
llena de esperanza en el mundo.
Se trata de los cuentos. Me han acompañado desde siempre, tanto como a todos los niños e incluso más porque los he seguido leyendo por mi cuenta, y casi todo lo importante lo he sacado de ahí.
Ahora me gustaría dar un tributo a todos estos cuentos,
porque aunque ya lo haga repitiéndoselos a mi hermana y a cualquiera que me
permita arroparle en los minutos anteriores al sueño, en un rincón tan personal
–y un poco más importante para mí cada día, ahora que lo llevo al día- como mi
Alambique me apetece dedicarles una sección entera.
Erase un viernes… es una sección en que cada viernes os relataré un cuento de esos que leo y yo misma cuento desde la infancia. Aunque le tengo el mismo aprecio –o casi- a La Cenicienta que a los relatos más remotos, como las versiones de Perrault
y compañía ya las conocéis, me centraré en historias de aquí que tengáis menos resabidas
y relatos de allá que es posible que no hubierais oído nunca.
Hoy quería obsequiaros con un cuento canadiense que es de
mis favoritos. Procede de Contes d’Animals de tot el món, por Naomi Adler y
bellamente ilustrado de la mano de Amanda Hall, un libro que de tan destrozado
que lo veo más lo quiero.
Sedna y el Rey Gaviota
En los helados parajes de los confines del mundo, donde las
nubes viajan rápidamente y todo es del blanco de la nieve, viven los inuit.
En un poblado inuit vivía un viejo cazador con su única
hija, Sedna. Sedna tenía los ojos rasgados del negro de la medianoche, y así
era también la melena que le caía por la espalda. En invierno, Sedna y su padre
cazaban focas y otros animales, cocinaban la carne, secaban las pieles y
curtían el cuero. En verano, el clima daba un respiro a los inuit y llegaban
soplos de calor, mientras el hielo daba paso a flores de blancos y morados que
cubrían el paraje.
Sedna corría y jugaba esos veranos, pero no con otros niños.
No, Sedna bailaba imitando las acrobacias de las aves y les respondía a sus
píos cantando también, y su mejor amigo era el Rey de todos los pájaros. El Rey
Gaviota era inseparable de la niña inuit.
Pero Sedna creció y llegó a la edad casadera. Diferentes
cazadores la cortejaron, pero a todos los rechazó. Su padre, un día, le dijo
que estaba preocupado porque nadie pudiera cazar para ella cuando él muriera y
que debía casarse ya.
Sedna lloraba junto a la ventana de su iglú, pensando que no
quería casarse nunca. Y es que Sedna estaba enamorada del Rey Gaviota, desde
que se había convertido en una mujer que no amaba como una niña. Pero en ese
momento, el Rey Gaviota sobrevoló el iglú y al verla en su tristeza y
comprender lo que le ocurría, se percató de que él también estaba enamorado de
ella.
Así que el Rey Gaviota echó mano de sus poderes mágicos y se
convirtió en un hombre, que fue a pedir la mano de Sedna a su padre. La
muchacha no cabía en sí de la alegría, y se despidió de su padre para marcharse
a tierras lejanas, de la mano de su Rey Gaviota.
Sedna se embarcó en un cayac donde remó hasta llegar al
lejano reino de las aves, arriba en el cielo. Allí, el Rey Gaviota la esperaba
y le había preparado en su cueva de hielo una cama de mullidas plumas blancas,
y Sedna y su esposo fueron muy felices.
Pero un día, Sedna vio en el océano a dos cazadores que
remaban en un cayac. De pronto, se percató de que estaban cazando y muchas aves
caían a su alrededor; enfurecido, el Rey Gaviota se acercó volando y trató de
impedirles que continuaran. Bajaba en picado y daba vueltas a su alrededor,
rígido, y luego repetía el mismo movimiento sobre la embarcación.
Y entonces sucedió: uno de los cazadores hirió al Rey
Gaviota con su lanza en el pecho. El ave cayó vertiginosamente al mar y Sedna,
deshecha, se las pudo arreglar para embarcarse en un cayac y remar por el mar
hasta dar con su cuerpo.
Al tomar en los brazos a su amado Rey Gaviota, el ave le
dijo: “Para que recobre mis poderes, lánzame a las profundidades del océano;
así estaremos juntos siempre, en otra vida”. Sedna remó y remó acarreando a su
esposo hasta el final del mar, y allí, le besó y lo lanzó al agua.
Entonces, se desató una fuerte tormenta y cayó un
estremecedor rayo. Colores extraños se veían en el mar, y Sedna oyó a las
criaturas marinas agitarse y proclamar: “¡El Rey Gaviota ha muerto! ¡El Rey
Gaviota ha muerto!”. Con ellas gritaron las aves, afligidas, y entonces el
cántico fue: “¡Nos convertimos en criaturas de mar! ¡Nos convertimos en
criaturas de mar!”.
Sedna hubo de alzar la vista y observó, a su alrededor,
miles de criaturas marinas saltando en las aguas. Focas, pulpos, calamares,
tiburones… y el Rey Gaviota, que entre todos ellos, se convertía en una enorme
ballena.
“Sedna, lánzate al agua”, exclamó el Rey Gaviota, y así lo
hizo la joven inuit. Entonces, Sedna se convirtió en la reina de las aguas, la
madre de todas las criaturas marinas. A su lado nadaban la gran ballena y los
demás.
Desde entonces, Sedna reinó sobre los mares junto a su amado
Rey Gaviota. Proclamó las leyes del mar para que las criaturas vivieran en paz,
y los pueblos inuit tan solo podían cazar para comer y vivir, o con sus poderes
mágicos volvería las aguas en su contra. Cuando los cazadores mataban
demasiados animales marinos, Sedna provocaba tormentas que les impedían navegar
para cazar, y el chamán de la tribu debía adentrarse en el mar para que Sedna
calmara las aguas.
Y Sedna y el Rey Gaviota siguieron amándose, en la paz entre el mar y el pueblo inuit.
Besos,
Sawako :3